domingo, 30 de enero de 2011

CAPÍTULO 18 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)

Traducido por Aurim.

DESPUÉS DE DISCUTIRLO DURANTE VARIAS HORAS, Henri se levantó a la mañana siguiente e imprimió las direcciones de puerta a puerta desde allí a Athens, Ohio. Me dijo que estaría en casa lo bastante temprano para que pudiéramos ir a la cena de Acción de Gracias en casa de Sarah, y me tendió una hoja con la dirección y el número de teléfono del lugar a donde iba.

–¿Estás seguro de que esto merece la pena? –le pregunté.

–Tenemos que averiguar qué está pasando.

Suspiré.

–Creo que ambos sabemos qué está pasando.

–Tal vez –admitió, pero con toda la autoridad y nada de la incertidumbre que normalmente acompaña al mundo.

–Te das cuenta de lo que me dirías tú a mí si los papeles estuvieran a la inversa, ¿verdad?

Henri sonrió.

–Sí, John. Sé lo que diría. Pero creo que esto nos ayudará. Quiero descubrir qué ha atemorizado de tal manera a ese hombre. Quiero saber si se nos ha mencionado, si nos buscan a través de algo en lo que aún no hemos pensado. Nos ayudará permanecer ocultos, ir por delante de ellos. Y si este hombre los ha visto, sabremos qué aspecto tienen.

–Ya sabemos qué aspecto tienen.

–Conocíamos qué aspecto tenían cuando nos atacaron, hace unos diez años, pero pueden haber cambiado. Ya llevan en la Tierra bastante tiempo. Quiero saber cómo se están camuflando.

–Aunque sepamos qué aspecto tienen, para cuando nos los encontremos en plena calle probablemente ya sea demasiado tarde.

–Puede que sí, puede que no. Si veo uno, lo probaré y lo mataré. No hay garantías de que vaya a ser capaz de matarme –señaló, con la incertidumbre y nada de la autoridad esta vez.

Lo dejé. No me gustaba ni un pelo que fuera a Athens mientras yo me quedaba sentado sin hacer nada en casa. Pero sabía que haría oídos sordos a mis objeciones.

–¿Estás seguro de que volverás a tiempo? –le pregunté.

–Me voy ahora, lo que me pondrá allí sobre las nueve. Dudo que esté más de una hora, dos a lo sumo. Debería estar de vuelta para la una.

–Entonces, ¿por qué tengo esto? –le pregunté, y levanté la hoja de papel con la dirección y el número de teléfono.

Él se encogió de hombros.

–Bueno, nunca se sabe.

–Que es precisamente por lo que pienso que no deberías ir.

–Touché –dijo, poniendo fin a la discusión. Recogió sus papeles, se levantó de la mesa y se apoyó en la silla–. Te veo esta tarde.

–Okey –contesté.

Salió encaminándose hacia la camioneta y se metió dentro. Bernie Kosar y yo salimos al porche delantero y le vimos alejarse al volante. No sabía por qué, pero tenía un mal presentimiento. Esperaba que regresara sin problemas.



Fue un largo día. Uno de aquellos en los que el tiempo se ralentizaba y cada minuto parecía que eran diez, cada hora parecía que eran veinte. Jugué con la videoconsola y navegué por Internet. Busqué noticias que pudieran estar relacionadas con alguno de los otros chicos. No encontré nada, lo que me alegró. Eso significaba que estábamos volando por debajo del radar. Eludiendo a nuestros enemigos.

Periódicamente comprobaba el teléfono. Mandé un mensaje de texto a Henri a mediodía. Él no contestó. Almorcé y di de comer a Bernie, y luego envié otro. Ninguna respuesta. Se me formó una sensación de nerviosismo y agitación en el estómago. Henri nunca había dejado de contestar un mensaje de inmediato. Quizás su teléfono estuviera apagado. Quizás se había quedado sin batería. Traté de convencerme a mí mismo de aquellas posibilidades, pero sabía que ninguna de ellas era verdad.

A las dos en punto empecé a preocuparme. A preocuparme de verdad. Se suponía que estaríamos en casa de los Hart en una hora. Henri sabía que la cena era importante para mí. Y él nunca se escaquearía. Me metí en la ducha con la esperanza de que para cuando saliese, Henri estuviese sentado a la mesa de la cocina bebiendo una taza de café. Abrí del todo el agua caliente y no me preocupé por el agua fría en absoluto. No sentía nada. Todo mi cuerpo era inmune ahora al calor. Se sentía como si agua tibia corriera por mi piel, y realmente echaba de menos la sensación de calor. Solía encantarme darme duchas calientes. Me quedé bajo el agua caliente hasta que se acabara, cerrando los ojos y disfrutando del agua golpeando mi cabeza y resbalando por mi cuerpo. Hacía que me olvidara de mi vida. Me permitió olvidarme de quién y qué soy durante un rato.

Cuando salí de la ducha, abrí el armario y busqué la mejor ropa que tenía, que no era nada especial: unos pantalones caquis, una camisa de botones y un jersey. Como nos habíamos pasado la vida corriendo, todo lo que tenía era zapatillas para correr, lo que era tan ridículo que me hizo reír, la primera vez que me reía en todo el día… Fui a la habitación de Henri y miré en su armario. Tenía un par de mocasines que me quedaban bien. Ver toda su ropa me hizo preocuparme más, inquietarme más. Quería creer que simplemente le estaba llevando más tiempo del debido, pero él se habría puesto en contacto conmigo. Algo iba mal.

Fui a la puerta principal, donde estaba sentado Bernie, mirando por la ventana. Alzó la mirada hacia mí y lloriqueó. Le di unas palmaditas en la cabeza y regresé a mi habitación. Miré el reloj. Acababan de dar las tres. Comprobé el móvil. Ningún mensaje, ningún aviso. Decidí ir a casa de Sarah y si no sabía de Henri para las cinco, pensaría un plan. Podía decirles que Henri estaba enfermo y que yo tampoco me sentía bien. Podía contarles que la camioneta de Henri se había averiado y que tenía que ir a ayudarle. Con suerte él aparecería y podríamos pasar simplemente una bonita cena de Acción de Gracias. En realidad sería la primera vez que pasáramos una. Si no era así, les contaría algo. Tendría que hacerlo.

Sin la camioneta decidí que iría corriendo. Seguramente ni rompería a sudar y llegaría más rápido que con la camioneta, puesto que las carreteras estarían atestadas por las fiestas. Me despedí de Bernie diciéndole que volvería a casa más tarde, y me marché. Corrí por los márgenes de los sembrados, atravesé el bosque. Sentaba bien quemar algo de energía. Esto calmó el filo de mi ansiedad. Me puse un par de veces cerca del límite de mi velocidad, lo que probablemente sería alrededor de los 100 o 110 kilómetros por hora. Era increíble sentir el aire frío azotándome en la cara. El sonido era fabuloso, el mismo sonido que oía cuando sacaba la cabeza por la ventanilla de la camioneta mientras íbamos en carretera. Me preguntaba a cuánta velocidad sería capaz de correr cuando tuviera veinte o veinticinco años.

Me detuve a unos cien metros de la casa de Sarah. No me faltaba el aliento en absoluto. Cuando me acercaba a la entrada vi que Sarah estaba mirando a hurtadillas por la ventana. Sonrió y me saludó con la mano, abriendo la puerta justo cuando yo ponía un pie sobre su porche.

–¡Eh, guapo! –saludó ella.

Me volví y miré por encima del hombro para fingir que ella estaba hablando a otra persona. Luego me volví de nuevo y le pregunté si estaba hablando conmigo. Ella se echó a reír.

–Qué tonto eres –dijo, y me dio con el puño en el brazo antes de tirar de mí para acercarme y darme un beso prolongado. Inspiré profundamente y pude oler la comida: pavo relleno, patatas dulces, coles de Bruselas y pastel de calabaza.

–Huele estupendamente –le dije.

–Mi madre ha estado cocinando todo el día.

–No puedo esperar a que llegue la hora de comer.

–¿Dónde está tu padre?

–Se retrasó. Debería estar aquí en un rato.

–¿Está él bien?

–¡Sí, no es para tanto!

Entramos y me enseñó su casa, era genial. La clásica casa familiar con los dormitorios en la primera planta, un desván donde uno de sus hermanos tenía su cuarto y todas las estancias –la sala de estar, el comedor, la cocina y la salita familiar– en la planta baja. Cuando llegamos a su dormitorio, ella cerró la puerta y me besó. Estaba sorprendido, encantado.

–He estado deseando hacer esto todo el día –confesó ella en voz baja cuando se apartó. Cuando fue hacia la puerta yo volví a tirar de ella hacia mí y la besé de nuevo.

–Y yo estoy deseando volver a besarte más tarde –le susurré. Ella me sonrió y volvió a darme con el puño en el brazo otra vez.

Nos dirigimos escaleras abajo y me llevó a la salita, donde sus dos hermanos mayores, que habían venido a casa desde la universidad para pasar el fin de semana, estaban viendo el rugby junto a su padre. Me senté con ellos, mientras Sarah iba a la cocina a ayudar a su madre y a su hermana pequeña con la cena. Yo nunca había estado muy metido en el rugby. Supongo que por el modo en el que habíamos vivido Henri y yo, nunca me había metido realmente en nada aparte de nuestra vida. Mi preocupación siempre había sido tratar de encajar allá donde estuviéramos, y luego estar preparado para marcharnos a cualquier otro lugar. Sus hermanos, y su padre, todos habían jugado a rugby en el instituto. Les encantaba. Y en el partido de ese día uno de sus hermanos y su padre estaba con un equipo, mientras que su otro hermano estaba con el otro. Se peleaban unos con otros, se picaban entre ellos, animando o gruñendo dependiendo de lo que sucediera en el partido. Era evidente que llevaban años haciendo aquello, muy probablemente durante toda su vida, y era evidente que se lo estaban pasando genial. Eso me hizo desear que Henri y yo tuviéramos algo más, además de mis entrenamientos y nuestra vida de huir y ocultarnos, que ambos compartiéramos una afición y que pudiéramos divertirnos juntos. Me hacía desear tener un verdadero padre y hermanos con los que compartir la vida.

En el descanso la madre de Sarah nos llamó para cenar. Comprobé el móvil y aún nada. Antes de que nos sentáramos fui al baño e intenté llamar a Henri, salió directamente el buzón de voz. Eran casi las cinco en punto y estaba empezando a sentir pánico. Volví a la mesa, donde estaban todos ya sentados. La mesa se veía increíble. Había flores en el centro, con salvamanteles individuales y los servicios meticulosamente situados frente a cada una de las sillas. Los platos de comida se desplegaban alrededor de la mesa, con el pavo situado frente al puesto del Sr. Hart. Justo después de sentarme, la Sra. Hart entró en la habitación. Se había quitado el delantal y llevaba una bonita falda y un suéter.

–¿Has sabido algo de tu padre? –me preguntó.

–Acabo de llamarle. Él, esto…, está tardando más de lo planeado y ha pedido que no le esperemos. Siente mucho las molestias –mentí.

El Sr. Hart empezó a trinchar el pavo. Sarah me sonreía desde el otro lado de la mesa, lo que me hizo sentir mejor durante medio segundo. Se empezó a pasar la comida y tomé una pequeña ración de cada cosa. No creía que fuera capaz de comer mucho. Mantuve el teléfono cerca, sobre el regazo, en modo vibración por si llegaba una llamada o un mensaje. Sin embargo, con cada segundo que pasaba, dejaba de creer que fuera a llegar nada, o que volviera a ver a Henri nunca más. La idea de vivir solo –con mis Legados desarrollándose, y sin nadie que me los explicara o me entrenase, huyendo solo, ocultándome solo, de seguir solo adelante, de luchar contra los mogadorianos, luchar con ellos hasta derrotarlos o que me ellos me mataran– me aterrorizaba.

La cena duró una eternidad. El tiempo pasaba lentamente otra vez. Toda la familia de Sarah me acribillaba a preguntas. Nunca me había encontrado en una situación en la que tanta gente me preguntara tantísimas cosas en tan corto periodo de tiempo. Me preguntaron acerca de mi pasado, de los lugares en los que había vivido, acerca de Henri, de mi madre…, de quien dije, como siempre había hecho, que había muerto cuando era muy pequeño. Esa fue la única respuesta de las que di que era mínimamente un ápice de verdad. Ni siquiera tenía idea de si mis respuestas tenían sentido. El teléfono sobre mis piernas parecía pesar una tonelada. No vibraba. Sólo permanecía allí.

Después de la cena, y antes del postre, Sarah nos pidió a todos que saliéramos al jardín trasero para que ella pudiera hacer algunas fotografías. Cuando salíamos, Sarah me preguntó si algo iba mal. Le dije que estaba preocupado por Henri. Ella trató de calmarme diciéndome que todo estaría bien, pero no funcionó. Si acaso, me hizo sentir peor. Intentaba imaginar dónde estaba y qué estaba haciendo, y la única imagen que me venía era de él ante un mogadoriano, con aspecto aterrado y sabiendo que estaba a punto de morir.

Mientras nos reuníamos para las fotografías, empecé a sentir pánico. ¿Cómo podía llegar hasta Athens? Podía correr, pero podía ser difícil encontrar el camino, sobre todo porque tendría que evitar el tráfico y mantenerme alejado de las carreteras principales. Podía tomar un autobús, pero eso llevaría demasiado tiempo. Podía preguntarle a Sarah, pero eso implicaba una enorme cantidad de explicaciones, incluido el contarle que yo era un alienígena y que creía que Henri había sido capturado o asesinado por extraterrestres hostiles que estaban buscándome para poder matarme. No era la mejor idea.

Mientras posábamos tuve el impulso desesperado de marcharme, pero tenía que hacerlo de tal manera que no hiciese que Sarah o su familia se enfureciese. Me concentré en la cámara, mirando directamente a esta mientras trataba de pensar en una excusa que despertara la menor cantidad de preguntas. Ya estaba muerto por la desesperación. Me empezaron a temblar las manos. Las sentía calientes. Bajé la mirada a ellas para asegurarme de que no estaban brillando. No lo hacían, pero cuando volvía a alzar la mirada vi que la cámara estaba agitándose en las manos de Sarah. Supe de algún modo que era yo quien estaba haciéndolo, pero no tenía ni idea de cómo o qué podía hacer para detenerlo. Me subieron escalofríos por la espalda. La respiración se me quedaba retenida en la garganta y en ese mismo instante la lente de la cámara se resquebrajó haciéndose añicos. Sarah gritó, luego tiró la cámara y se quedó mirándola, confundida. Tenía la boca abierta y se le llenaban los ojos de lágrimas.

Sus padres se apresuraron hacia ella para comprobar si estaba bien. Yo sólo me quedé allí parado en estado de shock. No estaba seguro de qué hacer. Lo sentía por su cámara y por el susto que se había llevado ella con aquello, pero también estaba entusiasmado porque era evidente que mi telequinesis había llegado. ¿Sería capaz de controlarla? Henri estaría fuera de sí cuando se enterara. Henri. El pánico regresó. Apreté los puños. Tenía que salir de allí. Tenía que encontrarlo. Si lo tenían los mogadorianos, y esperaba que no fuera así, mataría a todos esos malditos para hacer que regresara.

Pensándolo rápidamente, me acerqué a Sarah y la aparté de sus padres, que estaban inspeccionando la cámara fotográfica para descubrir qué acababa de pasar.

–Acabo de recibir un mensaje de Henri. De verdad que lo siento, pero tengo que irme.

Ella estaba claramente distraída, paseando la mirada de mí a sus padres.

–¿Está bien?

–Sí, pero tengo que irme… Él me necesita. –Ella asintió y nos dimos un ligero beso. Esperaba que no fuese la última vez.

Les di las gracias a sus padres y sus hermanos y me marché antes de que pudieran hacerme demasiadas preguntas. Atravesé la casa y tan pronto como salí por la puerta, empecé a correr. Tomé el mismo camino hacia casa que había tomado antes para ir a la de Sarah. Me mantuve alejado de las carreteras principales, corriendo a través del bosque. Estuve de vuelta en pocos minutos. Oí a Bernie Kosar arañando la puerta mientras yo subía a la carrera el camino de entrada. Estaba claramente inquieto, como si también pudiera sentir que algo no iba bien.

Me fui directo a mi habitación. Saqué de la mochila el trozo de papel que contenía el número de teléfono y la dirección que Henri me había dado antes de marcharse. Marqué el número. Saltó una grabación: “Lo siento, el número al que está llamando ha sido desconectado o ya no está en servicio.” Bajé la mirada al trozo de papel y marqué el número otra vez. La misma grabación.

–¡Mierda! –grité y le di una patada a una silla, que atravesó volando la cocina llegando hasta la sala de estar.

Entré en mi habitación. Salí. Volví a entrar otra vez. Me miré en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos; habían aparecido lágrimas pero no derramaba ninguna. Me temblaban las manos. Me consumían la ira, la rabia y un terrible miedo a que Henri estuviera muerto. Cerré los ojos con fuerza y dirigí toda la rabia al fondo de mi estómago. En un repentino estallido proferí un grito, abrí los ojos y extendí las manos con fuerza hacia el espejo, y el cristal se hizo pedazos aunque yo estaba a tres metros. Me quedé mirándolo. La mayor parte del espejo aún seguía sujeto a la pared. Lo que había sucedido en casa de Sarah no había sido una casualidad.

Miré los añicos de espejo sobre el suelo. Levanté una mano frente a mí y mientras me concentraba en un fragmento en particular, intenté moverlo. Mi respiración estaba controlada, pero todo el miedo y la furia permanecían en mí. Miedo era una palabra demasiado simple. Terror, eso era lo que sentía.

El trozo de espejo no se movió al principio, pero después de quince segundos empezó a temblar. Lentamente al principio, luego con rapidez. Y entonces me acordé. Henri había dicho que normalmente eran las emociones las que desencadenaban los Legados. Seguramente era lo que había sucedido en ese momento. Puse todas mis fuerzas en levantar el pedazo de cristal. Me brotaron gotas de sudor de la frente. Me concentré con todo lo que tenía y con todo lo que era a pesar de todo lo pasado. Me esforzaba por respirar. Con mucha lentitud el fragmento de espejo comenzó a elevarse. Unos centímetros. Estaba a medio metro sobre el suelo, y seguía subiendo, con mi brazo derecho extendido y moviéndose con él hasta que el trozo de cristal estuvo a la altura de mis ojos. Lo sostuve allí. Pensé que ojalá Henri hubiera podido ver aquello. Y en un abrir y cerrar de ojos, se extinguió el entusiasmo de mi recién descubierta felicidad, y regresaron el pánico y el miedo. Miré el fragmento, la manera en la que reflejaba la pared recubierta de paneles de madera con aspecto anticuado y destartalado sobre el cristal. Madera. Antigua y destartalada. Y entonces mis ojos se abrieron más de lo que lo habían hecho en toda mi vida.

¡El Cofre!

Henri lo había dicho: “Sólo nosotros dos juntos podemos abrirlo. A menos que yo muera; en tal caso podrás abrirlo tú solo.”

Tiré el trozo de cristal y salí a la carrera del cuarto para entrar en el de Henri. El Cofre estaba en el suelo, junto a su cama. Me hice con él, corrí hacia la cocina y lo solté sobre la mesa. El cierre con la forma del emblema de Lorien estaba devolviéndome la mirada.

Me senté a la mesa y me quedé mirando la cerradura. Me temblaba el labio. Traté de tranquilizar mi respiración pero fue inútil; mi pecho subía y bajaba como si acabara de terminar los cien metros lisos. Me daba miedo sentir el clic bajo mi mano. Inspiré profundamente y cerré los ojos.

–Por favor, no te abras –supliqué.

Agarré la cerradura. Apreté con tanta fuerza como pude, conteniendo la respiración, con la vista borrosa y los músculos de mi antebrazo tensados. Esperando el clic. Sosteniendo el cierre y esperando el chasquido seco.

Sólo que no hubo clic.

Lo solté, me dejé caer en la silla y me agarré la cabeza con las manos. Un pequeño atisbo de esperanza. Me pasé las manos por el pelo y me enderecé. A un metro y medio había una cuchara usada sobre la encimera. Me concentré en ella, extendí una mano por delante de mi cuerpo y la cuchara salió volando. Henri habría estado tan contento. Henri, pensé, ¿dónde estás? En algún lugar, y aún vivo. Y voy a ir a por ti.

Marqué el número de Sam, el único amigo además de Sarah que había hecho en Paradise, el único amigo que había tenido, para ser sincero. Él contestó a la segunda señal.

–¿Diga?

Cerré los ojos y me pellizqué el puente de la nariz. Inspiré profundamente. El temblor había regresado, si es que había desaparecido alguna vez.

–¿Diga…? –volvió a decir otra vez.

–Sam.

–¡Hey! –saludó entonces–. Suenas fatal. ¿Estás bien?

–No. Necesito tu ayuda.

–¿Qué? ¿Qué ha pasado?

–¿Hay alguna manera de que tu madre te acerque?

–Ella no está aquí. Está haciendo turno en el hospital porque le pagan el doble en festivos. ¿Qué pasa?

–La cosa va mal, Sam. Y necesito ayuda.

Otro silencio, después:

–Llegaré allí tan rápido como pueda.

–¿Estás seguro?

–Te veo ahora.

Colgué el teléfono y dejé caer la cabeza sobre la mesa. Athens, Ohio. Era donde estaba Henri. De alguna manera, de algún modo, era adonde yo tenía que ir.

Y tenía que llegar allí rápido.


Traducido por Aurim.

domingo, 23 de enero de 2011

CAPÍTULO 17 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)


Traducido por Aurim.



AL DÍA SIGUIENTE ME DESPERTÉ ANTES DE LO NORMAL, salí de la cama y dejé mi cuarto para encontrar a Henri sentado a la mesa, pasando revista a los periódicos con el portátil abierto. El sol aún estaba oculto y la casa a oscuras, la única luz venía de la pantalla de su ordenador.

–¿Alguna cosa?

–Nah, en realidad nada.

Encendí la luz de la cocina. Bernie Kosar daba con la pata en la puerta de la entrada. La abrí y salió disparado al jardín e hizo la patrulla como hacía cada mañana, en la parte delantera, rodeando al trote el perímetro y buscando algo sospechoso. Iba olisqueando al azar los lugares. Una vez satisfecho por que todo estuviera como debía estar, se adentró corriendo en el bosque y desapareció.

Había dos ejemplares de “Caminan Entre Nosotros” sobre la mesa de la cocina, el original y una fotocopia que Henri había hecho para guardársela. Había una lupa sobre ellos.

–¿Algo excepcional en el original?

–No.

–¿Y ahora qué? –pregunté.

–Bueno, he tenido algo de suerte. He cotejado algunos de los otros reportajes del mes y he encontrado algunas pistas, una de ellas me ha llevado a la web personal de un hombre. Le he mandado un email.

Me quedé petrificado mirando a Henri.

–No te preocupes –dijo–. No pueden rastrear los emails. Al menos no de la manera que yo los envío.

–¿Cómo los envías?

–Los desvío a través de varios servidores en ciudades de distintas partes del mundo, de forma que la localización original se pierda por el camino.

–Impresionante.

Bernie Kosar arañó la puerta y le dejé entrar. En el reloj del microondas se leía las 5:59. Tenía dos horas antes de tener que estar en clase.

–¿De verdad piensas que deberíamos revolver todo esto? –le pregunté–. Me refiero a que, ¿qué pasa si todo esto es una trampa? ¿Qué pasa si sólo están tratando de sacarnos de nuestro escondrijo?

Henri asintió.

–Ya sabes, si el artículo hubiera mencionado algo de nosotros, eso me habría frenado. Pero no era así. Iba de su invasión de la Tierra, de modo muy parecido a como fue en Lorien. Hay tanto al respecto que no entendemos... Tenías razón cuando dijiste hace unas semanas que fuimos derrotados con mucha facilidad. Lo fuimos. Y eso no tiene sentido. Todo el asunto con la desaparición de los Miembros del Consejo tampoco tiene sentido. Incluso el alejarte a ti y a los demás niños de Lorien, lo que nunca cuestioné, parece extraño. Y aunque hayas visto lo que sucedió, y yo haya tenido también las mismas visiones…, aún se nos escapa algo de la ecuación. Si algún día regresamos, creo que es imprescindible entender qué fue lo que sucedió para impedir que suceda de nuevo. Ya conoces el dicho: quien no conoce la historia está condenado a repetirla. Y cuando se repita, será el doble lo que esté en juego.

–Está bien –dije–. Pero según lo que dijiste el sábado por la noche, la posibilidad de que volvamos parece cada día más escasa. Así que, con eso, ¿crees que merece la pena?

Henry se encogió de hombros.

–Aún están los otros cinco ahí afuera. Puede que ellos hayan recibido sus Legados. Puede que el tuyo simplemente se haya retrasado. Creo que lo mejor es pensar en todas las posibilidades.

–Bueno, ¿y qué planeas hacer?

–Sólo hacer una llamada de teléfono. Tengo curiosidad por oír lo que sabe esa persona. Me pregunto qué fue lo que hizo que dejara de investigar. Una de dos: o no encontró más información y perdió el interés en la historia, o alguien dio con él después de la publicación.

Suspiré.

–Bien, ten cuidado –le pedí.




Me puse un pantalón de chándal y una sudadera sobre dos camisetas, me anudé las botas de deporte y me puse en pie y me desperecé. Metí en la mochila la ropa que planeaba ponerme en el instituto, junto con una toalla, una pastilla de jabón y un bote de champú para poder ducharme cuando llegara allí. Ahora iba corriendo cada mañana al instituto. Por lo visto Henri creía que el ejercicio extra vendría bien a mi entrenamiento, pero la verdadera razón era que él esperaba que ayudara a la transición de mi cuerpo y que sacara mis Legados de su letargo, si es que algún día lo hacían.

Bajé la mirada a Bernie Kosar.

–¿Preparado para correr, chico? ¡Eh! ¿Te apetece una carrerita?

Comenzó a mover la cola y a dar vueltas en círculo.

–Te veo después de clase.

–Que hagas buena carrera –se despidió Henri–. Ten cuidado en la carretera.

Salimos por la puerta y nos encontramos con un viento frío y fuerte. Bernie Kosar ladró nervioso unas cuantas veces. Empecé a correr suavemente, saliendo del sendero de grava, con el perro trotando a mi lado como pensé que haría. El calentamiento me llevó medio kilómetro.

–¿Listo para batir la marca, chico?

Él no me prestaba atención, simplemente seguía trotando a mi lado con la lengua colgando y con aspecto de total felicidad.

–Está bien, entonces allá vamos.

Me puse en marcha, metiéndome en la carrera y en un sprint de muerte al poco después, yendo tan rápido como podía. Dejé en la estacada a Bernie Kosar. Miré detrás de mí y venía corriendo tan rápido como podía, aunque yo le estaba tomando la delantera. El viento movía mi pelo, los árboles pasaban borrosos. Todo se sentía genial. Entonces Bernie Kosar salió disparado hacia el bosque y desapareció de mi vista. No estaba seguro de si debía parar y esperarlo. Entonces me volví y Bernie Kosar salió del bosque de un salto a tres metros por delante de mí.

Bajé la mirada y él la alzaba para mirarme, con la lengua a un lado, con una sensación de júbilo en los ojos.

–Eres un perro raro, ¿lo sabías?

Cinco minutos después el instituto estuvo a la vista. Hice un sprint en el último kilómetro, empleándome, corriendo tan fuerte como podía porque era tan temprano que no había nadie allí por ningún lado que pudiera verme. Entonces me quedé de pie con los dedos entrelazados detrás de la cabeza, recuperando la respiración. Bernie Kosar llegó treinta segundos después y se sentó a observarme. Yo me arrodillé y lo acaricié.

–Buen trabajo, colega. Creo que tenemos un nuevo ritual matutino.

Tiré de la mochila, abrí la cremallera y saqué un paquete con unas cuantas tiras de beicon y se las di. Las engulló.

–Okey, chico. Yo voy dentro ahora. Vuelve a casa. Henri está esperando.

Me miró durante un segundo, y luego se fue trotando hacia casa. Me asombraba su total comprensión. Entonces me volví, entré en el edificio y me dirigí a la ducha.




Yo era la segunda persona en entrar en Astronomía. Sam era el primero, ya sentado en su sitio habitual en la parte de atrás de la clase.

–¡Eh! –exclamé–. ¡Sin gafas! ¿Qué sucede?

Él se encogió de hombros.

–Pensé en lo que dijiste. Es probable que sea estúpido que las lleve.

Me senté a su lado y sonreí. Era difícil de imaginar que alguna vez me acostumbrara a que sus ojos se vieran tan redondos y brillantes. Le devolví el ejemplar de “Caminan Entre Nosotros”. Lo metió en su mochila. Sostuve mis dedos como si fueran una pistola y le di un pequeño codazo.

–¡Bang! –dije.

Empezó a reírse. Luego yo también. Ninguno de los dos podía parar. Cada vez que uno de nosotros miraba al otro empezaba a reír y todo comenzaba de nuevo. La gente se nos quedaba mirando cuando entraba. Entonces llegó Sarah. Entró sola, acercándose despacio a nosotros con cara de desconcierto y se sentó a mi lado.

–¿De qué os estáis riendo, chicos?

–No estoy realmente seguro –reconocí, y entonces me eché a reír un poco más.

Mark fue la última persona en entrar. Se sentó en su lugar habitual, pero hoy en vez de ser Sarah la que se sentaba a su lado era otra chica. Creo que era de último curso. Sarah extendió la mano bajo la mesa y me agarró la mano.

–Hay algo de lo que tengo que hablar contigo –me dijo.

–¿De qué?

–Sé que te lo digo a última hora, pero mis padres quieren que tú y tu padre vengáis mañana para la cena de Acción de Gracias.

–¡Ah! Eso sería estupendo. Tengo que preguntarlo, pero sé que no tenemos planes, así que supongo que la respuesta es sí.

Ella sonrió.

–¡Genial!

–Como sólo somos los dos, normalmente no celebramos Acción de Gracias.

–Bueno, nosotros somos realmente anticuados. Y mis hermanos vendrán de la universidad para pasarlo en casa. Quieren conocerte.

–¿Cómo es que saben de mí?

–¿Cómo crees?

La profesora entró en clase y Sarah me guiñó un ojo, luego empezamos a tomar apuntes.





Henri estaba esperándome como era costumbre, con Bernie Kosar plantado en el asiento del pasajero meneando la colita y golpeando la puerta de su lado en cuanto me vio. Me monté en la camioneta.

–Athens –pronunció Henri.

–¿Athens?

–Athens, Ohio.

–¿Por qué?

–Allí es donde se escriben y se imprimen los números de “Caminan entre Nosotros”. Es desde donde son enviados.

–¿Cómo lo has descubierto?

–Tengo mis métodos.

Me quedé mirándolo.

–Está bien, está bien. Mandé tres emails e hice cinco llamadas de teléfono, pero ya tengo el número. –Me miró atentamente–. Es decir, no ha sido tan difícil de encontrar con un pequeño esfuerzo.

Asentí. Sabía qué me estaba diciendo. Los mogadorianos lo habrían encontrado con tanta facilidad como él. Lo que desde luego significaba que la balanza se inclinaba a favor de la segunda suposición de Henri: que alguien dio con el editor antes de que la historia pudiera ser más desarrollada.

–¿A cuánto está Athens de aquí?

–A dos horas en coche.

–¿Vas a ir?

–Espero no tener que hacerlo. Primero voy a llamar.

Cuando llegamos a casa, de inmediato Henri tomó el teléfono y se sentó a la mesa de la cocina. Yo me senté frente a él y escuchaba.

–Sí, llamaba para preguntar por un artículo del número del mes pasado de “Caminan entre Nosotros”.

Al otro lado respondió una voz profunda. No pude oír lo que dijo.

Henri sonrió.

–Sí –dijo, luego hizo una pausa.

–No, no estoy subscrito. Pero un amigo mío sí.

Otra pausa.

–No, gracias.

Él asintió con la cabeza.

–Bueno, siento curiosidad por el artículo sobre los mogadorianos. No hubo una continuación en el número de este mes como había esperado.

Me eché hacia adelante y forcé el oído, con el cuerpo tenso y rígido. Cuando llegó la réplica la voz sonó trémula y agitada. Después se cortó la comunicación.

–¿Hola?

Henri apartó el auricular del teléfono de su oído, lo miró y luego volvió a subirlo.

–¿Hola? –insistió otra vez.

Después de eso colgó el teléfono y lo puso sobre la mesa, mirándome.

–Ha dicho: “No vuelva a llamarme aquí otra vez”. Y me ha colgado sin más.


Traducido por Aurim.

sábado, 8 de enero de 2011

CAPÍTULO 16 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)


Traducido por Aurim.


SAM ESTABA EVITÁNDOME. EN EL INSTITUTO ÉL PARECÍA desaparecer cuando me veía, o siempre se aseguraba de que estuviéramos en grupo. Instado por Henry –quien estaba desesperado por ponerle la mano encima a la revista de Sam después de rebuscar todo lo que salía en Internet y no encontrar nada parecido a la revista de Sam–, decidí simplemente pasarme por su casa sin preaviso. Henri me dejó allí después de nuestro entrenamiento del día. Sam vivía a las afueras de Paradise en una casa pequeña y humilde. No hubo respuesta cuando llamé a la puerta, así que tenté la puerta. No estaba cerrada con llave y la abrí y pasé adentro.

El suelo estaba cubierto por una alfombra marrón de jarapa, y las fotografías familiares de cuando Sam era muy pequeño colgaban de las paredes forradas de listones de madera. De él, de su madre y de un hombre que supuse debía de ser su padre, que usaba unas gafas tan gruesas como las de Sam. Entonces miré más de cerca. Parecían ser exactamente las mismas gafas.

Recorrí con sigilo el pasillo hasta que encontré la puerta que debía de ser la del cuarto de Sam; un letrero que rezaba “ENTRA POR TU CUENTA Y RIESGO” colgaba de una chincheta. La puerta estaba medio abierta y eché un vistazo al interior. La habitación estaba muy limpia, cada cosa estaba meticulosamente colocada en su sitio. Su cama estaba hecha, tenía un edredón negro con el planeta Saturno repetido sobre toda sus superficie, haciendo juego con la funda de la almohada. Las pareces estaban cubiertas con pósters. Había dos de la NASA, el póster de la película “Alien”, el de “La Guerra de las Galaxias” y uno que era fluorescente con la cabeza verde de un extraterrestre rodeado por fieltro oscuro. En mitad de la habitación, pendiendo de hilos transparentes, había un sistema solar, sus nueve planetas y el sol. Aquello me hizo pensar en lo que Henry me había enseñado hacía poco esa semana. Pensé que Sam perdería la cabeza si viese eso mismo. Y entonces vi a Sam, encorvado sobre un pequeño escritorio de roble, con los auriculares puestos. Empujé la puerta para abrirla y él miró por encima del hombro. No llevaba puestas sus gafas y sin ellas sus ojos parecían muy pequeños, redondos y brillantes, casi de caricatura.

–¿Qué tal? –pregunté de manera informal, como si pasara por su casa cada día.

Él parecía estupefacto y horrorizado y, desesperado, se quitó los auriculares para alcanzar uno de los cajones. Miré su escritorio y vi que estaba leyendo un ejemplar de “Caminan Entre Nosotros”. Cuando volví a alzar la vista él estaba apuntándome con una pistola.

–¡Eh! –espeté, levantando instintivamente las manos frente a mí–. ¿Qué pasa?

Él se puso en pie. Le temblaban las manos. La pistola apuntaba a mi pecho. Pensé que había perdido la cabeza.

–Dime qué eres –dijo.

–¿De qué estás hablando?

–Vi lo que hiciste en aquel bosque. No eres humano.

Me asusté con eso, él había visto más de lo pensaba.

–¡Sam, esto es una locura! Me metí en una pelea. Llevo años practicando artes marciales.

–Tus manos se iluminaron como linternas. Podías lanzar a la gente por ahí como si no fuesen nada. Eso no es normal.

–No seas estúpido –le dije con las manos aún frente a mí–. Míralas. ¿Ves alguna luz? Ya te lo dije, eran los guantes que llevaba Kevin.

–¡Le pregunté a Kevin! ¡Dijo que él no llevaba guantes!

–¿De verdad crees que él te diría la verdad después de lo que sucedió? Baja la pistola.

–¡Dímelo! ¿Qué eres?

Puse los ojos en blanco.

–Sí, Sam, soy un extraterrestre. Soy de un planeta de a cientos de millones de kilómetros. Tengo superpoderes. ¿Es eso lo que quieres oír?

Él me miraba fijamente, con las manos todavía temblándole.

–¿Te das cuenta de lo estúpido que suena? Deja de comportarte como un loco y baja la pistola.

–¿Lo que acabas de decir es verdad?

–¿Que estás siendo un estúpido? Sí, es verdad. Estás demasiado obsesionado con esta cosa. En tu vida ves alienígenas y conspiranoias por todas partes, incluyendo en tu único amigo. Ahora deja de apuntarme con esa maldita pistola.

Me miró fijamente y pude ver que estaba pensando en lo que le había dicho. Dejé caer mis manos. Entonces él suspiró y bajó la pistola.

–Lo siento –dijo.

Inspiré profundamente, nervioso.

–Deberías. ¿En qué demonios estabas pensando?

–En realidad no estaba cargada.

–Pues deberías habérmelo dicho antes –protesté–. ¿Por qué quieres creer tan desesperadamente en esto?

Él negó con la cabeza y devolvió la pistola al cajón. Me llevó un minuto calmarme y tratar de comportarme despreocupadamente, como si lo que acababa de suceder no fuera gran cosa.

–¿Qué estás leyendo? –le pregunté.

Se encogió de hombros.

–Sólo más cosas de alienígenas. Puede que deba dejarlo un poco.

–O simplemente leerlo como ficción en vez de como hechos reales –sugerí–. No obstante, el asunto debe de ser bastante convincente. ¿Puedo verlo?

Él me tendió el último ejemplar de “Caminan Entre Nosotros” y yo me senté cautelosamente en el borde de la cama. Pensaba que al menos se había calmado lo bastante para no volverme a encañonar con la pistola. De nuevo era una mala fotocopia, las letras ligeramente desalineadas con el papel. No era muy gruesa: ocho páginas, doce a lo sumo, impresas en folios. La fecha en la parte de arriba rezaba DICIEMBRE. Debía de ser el número más reciente.

–Esto es una cosa rara, Sam Goode –afirmé.

Sonrió.

–A la gente rara le gusta las cosas raras.

–¿Dónde las consigues? –le pregunté.

–Estoy subscrito.

–Lo sé, ¿pero cómo?

Sam se encogió de hombros.

–No lo sé. Simplemente empezaron a llegar un día.

–¿Estás subscrito a alguna otra revista? Puede que tomaran tus datos de contacto de ahí.

–Una vez fui a una convención. Creo que me inscribí para algún concurso o algo así mientras estuve allí. No me acuerdo. Siempre he supuesto que allí consiguieron mi dirección.

Eché un vistazo a la portada. No incluía una dirección web por ninguna parte, y no es que yo esperase que la hubiese teniendo en cuenta que Henri ya había rastreado Internet a fondo. Leí el titular del artículo de la parte superior:

¿ES TU VECINO UN ALIENÍGENA?
¡DIEZ MANERAS SEGURAS DE SABERLO!

En mitad del artículo había una foto de un hombre sosteniendo una bolsa de basura en una mano y la tapadera del contenedor en la otra. Estaba de pie al final del porche de una casa y era de suponer que estaba en el proceso de tirar la bolsa al bidón. Aunque toda la publicación estaba en blanco y negro, había cierto resplandor en los ojos del hombre. Era una imagen horrorosa, como si alguien hubiera tomado una foto del vecino desprevenido y luego le hubiera coloreado los ojos con un lápiz de cera. Me daban ganas de reír.

–¿Qué? –preguntó Sam.

–Esta es una imagen malísima. Se parece a algo de Godzilla.

Sam lo miró y luego se encogió de hombros.

–No sé –repuso–. Podría ser real. Como tú has dicho, veo alienígenas por todas partes, y en todas las cosas.

–Pero yo pensaba que los extraterrestres se parecían a eso –dije y señalé al póster fluorescente de la pared.

–No me lo creo todo de ellos –señaló–. Como has dicho, tú eres un extraterrestre con superpoderes y no te pareces a eso.

Los dos nos reímos, y yo me pregunté cómo iba a salir de aquella. Con un poco de suerte Sam nunca descubriría que le estaba contando la verdad. Aunque una parte de mí quería contárselo… Hablarle de mí, de Henri, sobre Lorien… Y me preguntaba cuál sería su reacción. ¿Me creería?

Abrí la publicación para buscar la página de la editorial que tiene todo periódico o revista. Allí no la había, sólo más historias y teorías.

–No hay página de información editorial.

–¿A qué te refieres?

–Ya sabes, las revistas y periódicos siempre tienen esa página en la que aparece el equipo de redacción, editores, escritores, donde ha sido impresa, y todo eso. Ya sabes, preguntas, contactos y etcétera, etcétera. Todas las publicaciones lo tienen, pero esta no.

–Tienen que proteger su anonimato –replicó Sam.

–¿De qué?

–De los alienígenas –contestó, y sonrió como reconociendo lo absurdo del asunto.

–¿Tienes el número del último mes?

Lo tomó del armario. Lo hojeé rápidamente, esperando que el artículo de los mogadorianos estuviera en este y no en meses anteriores. Y entonces lo encontré en la página cuatro.

LA RAZA MOGADORIANA TRATA DE APODERARSE DE LA TIERRA.

La raza alienígena mogadoriana, del planeta Mogador de la Novena Galaxia, llevaba en la Tierra ya unos diez años. Eran una raza sanguinaria a la búsqueda de la dominación universal. Se rumoreaba que habían aniquilado otro planeta no muy distinto a la Tierra, y estaban planeando descubrir las debilidades de la Tierra en pos de que nuestro planeta fuera el siguiente en ser colonizado.

(Más en el siguiente número.)

Leí el artículo tres veces. Esperaba que allí pudiera haber más de lo que Sam ya había contado, pero no hubo suerte. Y no había Novena Galaxia. Me preguntaba de dónde habían sacado eso. Hojeé el número nuevo dos veces. No se mencionaba a los mogadorianos. Lo primero que pensé fue que no había nada más que contar, que no se había logrado presentar más noticias. Pero no creí que ese fuera el caso. Luego pensé que los mogadorianos leerían el número y luego se encargarían del problema, sea cual fuera este.

–¿Te importa prestarme esta? –le pregunté, levantando el número del mes pasado.

Él asintió con la cabeza.

–Pero ten cuidado con ella.




Tres horas después, a las ocho en punto, la madre de Sam aún no había llegado a casa. Le pregunté a Sam dónde estaba ella y él se encogió de hombros como si no lo supiera y su ausencia no fuera nada nuevo. La mayor parte del tiempo simplemente jugamos a videojuegos y vimos la tele, y para cenar tomamos comida de microondas. En todo el tiempo que estuve allí él no llevó ni una sola vez sus gafas, lo que era raro puesto que nunca le había visto sin ellas antes. Incluso cuando corrimos el kilómetro en clase de Educación Física se las dejó puestas. Las tomé de lo alto de su mesa y me las puse. El mundo se volvió borroso en un instante y me empezó a doler la cabeza casi de inmediato.

Miré a Sam. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con la espalda apoyada contra la cama y un libro sobre extraterrestres en el regazo.

–¡Jesús! ¿De verdad tu visión es así de mala? –le pregunté.

–Eran de mi padre –apuntó, alzando la mirada hacia mí.

Me las quité.

–¿Alguna vez has necesitado gafas, Sam?

Él se encogió de hombros.

–En realidad no.

–Entonces, ¿por qué las llevas?

–Eran de mi padre.

Me las volví a poner.

–¡Guau! No sé cómo puedes siquiera andar en línea recta con ellas puestas.

–Tengo la vista acostumbrada a ellas.

–Sabes que eso se cargará tu vista si sigues llevándolas, ¿verdad?

–Para entonces veré lo que mi padre vio.

Me las quité y las volví a colocar donde las había encontrado. De verdad que no entendía por qué Sam las usaba. ¿Por razones sentimentales? ¿De verdad pensaba que aquello merecía la pena?

–¿Dónde está tu padre, Sam?

Él levantó la cabeza para mirarme.

–No lo sé –contestó.

–¿A qué te refieres?

–Desapareció cuando yo tenía siete años.

–¿Sabes a dónde fue?

Suspiró, dejó caer la cabeza y reanudó la lectura. Era evidente que no quería hablar de ello.

–¿Crees en estas cosas? –me preguntó después de unos cuantos minutos de silencio.

–¿En los extraterrestres?

–Sí.

–Sí, creo en los extraterrestres.

–¿Crees que de verdad abducen a gente?

–No tengo ni idea. Supongo que no podemos descartarlo. ¿Tú crees que lo hacen?

Asintió.

–La mayor parte del tiempo. Aunque a veces la idea resulte simplemente estúpida.

–No entiendo eso.

Él alzó la cabeza para mirarme.

–Creo que mi padre fue abducido –dijo.

Se puso tenso cuando las palabras abandonaron su boca y la vulnerabilidad fue patente en su cara. Lo que me hizo pensar que ya había compartido esa teoría antes, con alguien cuya respuesta fue menos que amable.

–¿Por qué piensas eso?

–Porque él simplemente desapareció. Fue a la tienda a comprar leche y pan, y nunca más volvió. Su camioneta estaba aparcada justo afuera de la tienda pero nadie de allí lo vio. Simplemente se desvaneció, y sus gafas estaban sobre la acera al lado de la camioneta. –Hizo una pausa de un segundo–. Tenía miedo de que estuvieras aquí para abducirme.

Era una teoría difícil de creer. ¿Cómo no pudo nadie haber visto a su padre ser abducido si el incidente sucedió en mitad de la ciudad? Tal vez su padre tuviera razones para marcharse y orquestó su propia desaparición. No es difícil desaparecer; Henri y yo lo habíamos hecho durante diez años. Pero todo lo del repentino interés de Sam por los alienígenas tenía perfecto sentido. Quizá Sam sólo quisiera ver el mundo como lo hizo su padre, pero puede que parte de él de verdad creyera que la última visión de su padre estuviera apresada en aquellas gafas, grabada de algún modo en sus cristales. Puede que pensara que con persistencia un día terminaría viéndolo él también, y que la última visión de su padre confirmaría lo que ya estaba en su cabeza. O quizás él creyera que si buscaba lo bastante finalmente encontraría un reportaje que probara que su padre fue abducido, y no sólo eso, sino que además podía ser salvado.

¿Y quién era yo para decir que un día no encontraría esa prueba?

–Te creo –le dije–. Creo que las abducciones alienígenas son muy posibles.


Traducido por Aurim.